Viajar es la mejor forma de gastar el dinero

japón

Nunca he sido de comprarme cosas caras. No tengo coche, no tengo un móvil caro y, hasta hace nada, vivía en un piso de alquiler con dos amigos desde la universidad. Pero me tocó la lotería. No un premio enorme como para jubilarme con 32 años, pero sí lo suficiente como para darme un capricho de los que te cambian algo por dentro. Así que hice lo que llevaba años soñando: me fui a Japón.

No fui solo. Me llevé conmigo a mis dos mejores amigos: Diego, camarero de toda la vida, y Pablo, que trabaja como monitor en un gimnasio. Vivimos juntos desde que teníamos veintipico, y aunque cada uno tiene su historia, seguimos compartiendo risas, cenas baratas y series los domingos por la noche. Cuando les dije que pensaba irme a Japón y que quería que vinieran conmigo, dijeron que sí antes de que terminara la frase.

Y no fuimos a ver lo de siempre. Ni Tokio, ni Kioto, ni el cruce de Shibuya. Nos fuimos a descubrir otro Japón. Uno más tranquilo, menos fotografiado, con gente que no está harta de turistas y con rincones que no salen en Instagram cada cinco minutos.

 

La lotería fue el principio de todo

La verdad es que no juego siempre a la lotería. Fue de esas veces que lo haces porque te insiste alguien, y justo fue ese boleto el que salió premiado. Desde que me tocó no paro de echarla cada semana en la Lotería Maria Victoria, porque allí puedes echar diferentes premios de forma online.

¿Por qué me fui a Japón? Porque desde pequeño me ha atraído. Hay algo en cómo viven los japoneses, en su forma de relacionarse, en su ritmo, que siempre me ha interesado. Como fotógrafo, tenía claro que podía encontrar allí un tipo de belleza que no se parece a nada de lo que he visto. Pero también me cansaba un poco la idea de ir a los sitios a los que va todo el mundo, hacer la misma foto que todos hacen y volver contando lo mismo. Así que busqué lugares menos conocidos. Y lo mejor es que mis amigos estaban completamente de acuerdo.

 

Nos fuimos al norte, donde hay menos gente y más autenticidad

Lo primero que hicimos fue alejarnos de lo típico. Aterrizamos en Tokio, sí, pero solo para dormir una noche y coger un tren al día siguiente. Nuestro primer destino fue Aomori, en el norte. Hay mar, montañas, y un ambiente muy tranquilo. Nada de grupos enormes con cámaras de palo selfie. Allí la gente aún te mira con curiosidad, como si fueras una rareza.

Pasamos unos días recorriendo pueblos donde el ritmo va más despacio. Visitamos mercados pequeñitos, comimos en sitios donde la carta estaba solo en japonés y nadie hablaba inglés. Pero todo era amable, sencillo, cálido. Y a mí me encantaba poder hacer fotos sin que nadie se sintiera invadido. Los colores de las casas, los carteles de tiendas familiares, los templos pequeños escondidos entre árboles… todo era más especial precisamente porque no estaba preparado para los turistas.

 

La mejor noche de todo el viaje

Una de las cosas que más recordamos los tres es la noche que pasamos en un ryokan (una especie de alojamiento tradicional) cerca de Nyuto Onsen, una zona termal muy poco conocida. Para llegar tuvimos que coger un autobús pequeño y luego andar casi una hora por un camino que parecía de película. Cuando llegamos, había nieve en el suelo y una chimenea encendida. Nos dieron yukatas (una especie de bata ligera), y cenamos pescado cocinado al fuego, arroz, sopa y verduras.

Después de cenar nos metimos en uno de los baños termales al aire libre. No había nadie más. Solo nosotros, el agua caliente y el silencio. Fue uno de esos momentos en los que te das cuenta de que estás exactamente donde quieres estar. Diego y Pablo me dijeron que no se imaginaban que algo tan sencillo pudiera ser tan potente. Y tenían razón.

 

Ni templos famosos ni calles llenas, nosotros preferimos la vida real

No quiero sonar como un viajero de esos que van presumiendo de no ir donde van los demás. Pero es que muchas veces, lo que se ve en redes sociales es justo lo que más estropea la experiencia. Nos cruzamos con un par de grupos organizados en una estación, y la diferencia era brutal. Iban todos con prisa, con lista de cosas que tachar, y sin hablar con nadie. Todo muy programado, muy automático, sin espacio para lo espontáneo. Parecía que no estaban disfrutando, solo coleccionando sitios.

Nosotros, en cambio, nos sentamos en bares donde la gente nos preguntaba de dónde veníamos, vimos partidos de béisbol local, nos perdimos más de una vez y acabamos comiendo en sitios que no sabíamos ni cómo se llamaban. Una noche, en un pueblo de la prefectura de Yamagata, un señor mayor nos invitó a probar un licor que hacía en casa. Acabamos jugando a cartas con él y su nieto. De esas cosas que no planeas, pero que se te quedan. Y no hicimos nada especial, solo estar, mirar, escuchar. Nos reímos, comimos cosas rarísimas que no supimos identificar, y conocimos personas que nos recibieron con una naturalidad que no esperábamos. En ese tipo de momentos te das cuenta de lo poco que necesitas para sentirte parte de algo, aunque estés a miles de kilómetros de casa.

 

Un viaje así une más que mil cenas

Con mis amigos he vivido de todo. Mudanzas, rupturas, trabajos mal pagados, peleas por quién se comió el último yogur. Pero este viaje fue diferente. Verlos tan alucinados con cosas que yo también llevaba años queriendo ver fue una pasada. Diego lloró con un concierto callejero en Kanazawa, Pablo se emocionó en una tienda de kimonos antiguos, y yo, por primera vez en mucho tiempo, me sentí lleno por dentro. Hablo de esa sensación de estar completamente presente, de no querer estar en ningún otro sitio.

No hicimos grandes compras, ni fuimos a discotecas, ni nos subimos a la torre de Tokio. Pero hablamos como no hablábamos desde hacía tiempo. Sin móvil, sin interrupciones, sin “ya te lo cuento luego”. Y eso, al final, vale mucho más que cualquier cosa que te puedas llevar.

Compartimos silencios cómodos, caminatas sin rumbo y noches hablando en voz baja desde las camas. Volver a esa forma simple de relacionarnos, sin pantallas de por medio, fue como resetearnos un poco. Sentí que recuperábamos algo que se había ido perdiendo con los años: la atención plena, la escucha real, el cariño que no se dice, pero se nota. Japón nos hizo parar y mirarnos de nuevo. Y eso no lo consigues en una cena de cumpleaños con prisas ni en una quedada rápida entre semana.

 

Aprendí que el dinero se va, pero lo que vives se queda

Volvimos hace un mes y todavía hablamos del viaje como si no hubiéramos vuelto. Las fotos que hice no las quiero vender ni exponer. Son para nosotros. Para no olvidar. Para cuando estemos en el sofá de casa y queramos volver allí un rato.

Mucha gente me preguntó si no era mejor invertir el dinero en algo más útil. Yo creo que pocas cosas lo son más que viajar. No necesitas millones. Solo tiempo, ganas y alguien con quien compartirlo. Podría haber cambiado de coche, decorado el piso o comprado más equipo de fotografía. Pero nada de eso me habría hecho sentir lo que sentí allí.

Además, cuando conoces sitios diferentes, cuando ves cómo vive otra gente, también te recolocas un poco. Te das cuenta de que muchas cosas que aquí parecen urgentes o importantes, en realidad no lo son tanto. Te relajas, y valoras más lo que tienes.

 

Volvería a Japón, pero no a los lugares de siempre

Japón me ha dado uno de los mejores recuerdos de mi vida, pero si vuelvo, quiero seguir descubriendo otras zonas que no salen en las guías. No me interesa hacer cola para entrar en un sitio donde todo el mundo se hace la misma foto. Quiero seguir encontrando lugares tranquilos, hablar con personas que no esperaban turistas y seguir entendiendo más cosas sin necesidad de hablar perfecto japonés.

Y si puedo hacerlo con mis amigos, mejor todavía. Porque al final, viajar también es eso: compartir.

 

Hay muchas formas de gastar el dinero, pero esta es la que más sentido tiene para mí

Podría haber hecho mil cosas distintas con ese premio. Podría haberlo guardado para el futuro o haberlo usado para algo que diera beneficios. Pero decidí gastarlo en algo que me ha hecho sentir vivo. Viajar no es escapar de la vida, es meterse de lleno en ella. Y si puedes hacerlo con gente a la que quieres, es todavía mejor.

Así que sí, para mí, viajar es la mejor forma de gastar el dinero. Porque el dinero se va. Pero las risas con tus amigos en un tren local, el olor del arroz recién hecho en un pueblo perdido o el silencio de un baño termal bajo la nieve… eso siempre permanecerá en mí.

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